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miércoles, 12 de febrero de 2014

Los Nueve Libros de la Historia. Heródoto de Halicarnaso

Los Nueve Libros de la Historia. Heródoto de Halicarnaso.
Libro I

Clio

Rapto de lo, Europa, Medea y Helena. -Expedición de los Griegos contra Troya. -El imperio de los Heraclidas pasa a manos de Gyges. -Su descendencia: Ardys, Sadyates, Alyates. -Guerra contra los de Mileto. -Fábula de Arion. Creso conquista algunos pueblos de Grecia, despide a Solon de su corte y es castigado con la muerte de su hijo. Consulta a los oráculos sobre la guerra de Persia, y envía dones a Delfos. Deseando aliarse con el imperio más poderoso de Grecia, vacila entre los Atenienses y Lacedemonios. -Estado de ambas naciones, dominada la primera por el tirano Pisistrato, y la segunda en guerra con los de Tegea. -Decídese Creso por los Lacedemonios; hace alianza con ellos y marcha en seguida contra los Persas: pasa el río Halys, pelea con Ciro en Pteria y se retira a Sardes, donde sitiado, y en breve prisionero de los Persas, se libera de la muerte milagrosamente. -Respuesta del oráculo a sus increpaciones. -Costumbres, historia y monumentos de los Lydios. Origen del imperio de los Medos. -Política de Dejoces para subir al poder: su descendencia: Fraortes, Cyaxares, Astyages. Aventuras de Ciro durante su niñez, su abandono, reconocimiento y venganza contra Astyages, a quien destrona, haciendo triunfar a los Persas de los Medos. -Religión de los Persas, sus leyes y costumbres. -Guerra de Ciro contra los lonios, historia de éstos y preparativos para resistirle. -Sublevación de los Lydios contra Ciro instigados por Pactias. -Derrota y conquista de los lonios y otros pueblos de Grecia por Harpago, entretanto que Ciro sujeta a Asia superior, yen especial la Asiria. -Descripción de Babilonia, asedio y toma aquella ciudad. Costumbres de los Babilonios. -Desea Ciro conquistar a los Masagetas: rehusando Tomyris, su reina, casarse con él, toma pretexto de esta repulsa para invadir el país, y después de una victoria parcial es vencido y muerto.
La publicación 3 que Herodoto de Halicarnaso va a presentar de su historia, se dirige principalmente a que no llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria de los hechos públicos de los hombres, ni menos a oscurecer las grandes y maravillosas hazañas, así de los Griegos, como de los bárbaros4• Con este objeto refiero una infinidad de sucesos varios e interesantes, y expone con esmero las causas y motivos de las guerras que se hicieron mutuamente los unos a los otros. 

. La gente más culta de Persia y mejor instruida en la historia, pretende que los fenicios fueron los autores primitivos de todas las discordias que se suscitaron entro los griegos y las demás naciones. Habiendo aquellos venido del mar Erithreo al nuestro, se establecieron en la misma región que hoy ocupan, y se dieron desde luego al comercio en sus largas navegaciones. Cargadas sus naves de géneros propios del Egipto y de la Asiria, uno de los muchos y diferentes lugares donde aportaron traficando fue la ciudad de Argos, la principal y más sobresaliente de todas las que tenía entonces aquella región que ahora llamamos Helade7•
Los negociantes fenicios, desembarcando sus mercaderías, las expusieron con orden a pública venta. Entre las mujeres que en gran número concurrieron a la playa, fue una la joven 108, hija de Inacho, rey de Argos, a la cual dan los Persas el mismo nombre que los Griegos. Al quinto o sexto día de la llegada de los extranjeros, despachada la mayor parte de sus géneros y hallándose las mujeres cercanas a la popa, después de haber comprado cada una lo que más excitaba sus deseos, concibieron y ejecutaron los Fenicios el pensamiento de robarlas. En efecto, exhortándose unos a otros, arremetieron contra todas ellas, y si bien la mayor parte se les pudo escapar, no cupo esta suerte a la princesa, que arrebatada con otras, fue metida en la nave y llevada después al Egipto, para donde se hicieron luego a la vela. 

11. Así dicen los Persas que lo fue conducida al Egipto, no como nos lo cuentan los griegos9, y que este fue el principio de los atentados públicos entre Asiáticos y Europeos, mas que después ciertos Griegos (serían a la cuenta los Cretenses, puesto que no saben decimos su nombre), habiendo aportado a Tiro en las costas de Fenicia, arrebataron a aquel príncipe una hija, por nombre EuropalO, pagando a los Fenicios la injuria recibida con otra equivalente. 

Añaden también que no satisfechos los Griegos con este desafuero, cometieron algunos años después otro semejante; porque habiendo navegado en una nave largall hasta el río Fasis, llegaron a Ea en la Colchida, donde después de haber conseguido el objeto principal de su viaje, robaron al Rey de Calcos una hija, llamada Medea12• Su padre, por medio de un heraldo que envió a Grecia, pidió, juntamente con la satisfacción del rapto, que le fuese restituida su hija; pero los Griegos
contestaron, que ya que los Asiáticos no se la dieran antes por el robo de lo, tampoco la darían ellos por el de Medea.
III. Refieren, además, que en la segunda edad13 que siguió a estos agravios, fue cometido otro igual por Alejandro, uno de los hijos de Príamo. La fama de los raptos anteriores, que habían quedado impunes, inspiró a aquel joven el capricho de poseer también alguna mujer ilustre robada de la Grecia, creyendo sin duda que no tendría que dar por esta injuria la menor satisfacción. En efecto, robó a Helenal4, y los griegos acordaron enviar luego embajadores a pedir su restitución y que se les pagase la pena del rapto. Los embajadores declararon la comisión que traían, y se les dio por respuesta, echándoles en cara el robo de Medea, que era muy extraño que no habiendo los Griegos por su parte satisfecho la injuria anterior, ni restituido la presa, se atreviesen a pretender de nadie la debida satisfaccion para sí mismos. 

IV. Hasta aquí, pues, según dicen los Persas, no hubo más hostilidades que las de estos raptos mutuos, siendo los Griegos los que tuvieron la culpa de que en lo sucesivo se encendiese la discordia, por haber empezado sus expediciones contra el Asia primero que pensasen los Persas en hacerlas contra la Europa. En su opinión, esto de robar las mujeres es a la verdad una cosa que repugna a las reglas de la justicia; pero también es poco conforme a la cultura y civilización el tomar con tanto empeño la venganza por ellas, y por el contrario, el no hacer ningún caso de las arrebatadas, es propio de gente cuerda y política, porque bien claro está que si ellas no lo quisiesen de veras nunca hubieran sido robadas.
Por esta razón, añaden los Persas, los pueblos del Asia miraron siempre con mucha frialdad estos raptos mujeriles, muy al revés de los Griegos, quienes por una hembra lacedemonia juntaron un ejército numerosísimo, y pasando al Asia destruyeron el reino de Príamol5; época fatal del odio con que miraron ellos después por enemigo perpetuo al nombre griego. Lo que no tiene duda es que al Asia y a las naciones bárbaras que la pueblan, las miran los Persas como cosa propia suya, reputando a toda la Europa, y con mucha particularidad a la Grecia, como una región separada de su dominio. 

V. Así pasaron las cosas, según refieren los Persas, los cuales están persuadidos de que el origen del odio y enemistad para con los Griegos les vino de la toma de Troya. Mas, por lo que hace al robo de lo, no van con ellos acordes los Fenicios, porque éstos niegan haberla conducido al Egipto por vía de rapto, y antes bien, pretenden que la joven griega, de resultas de un trato nimiamente familiar con el patrón de la nave; como se viese con el tiempo próxima a ser madre, por el rubor que tuvo de revelará sus padres su debilidad, prefirió voluntariamente partirse con los Fenicios, a da de evitar de este modo su pública deshonra.
Sea de esto lo que sea, así nos lo cuentan al menos los Persas y Fenicios, y no me meteré yo a decidir entre ellos, inquiriendo si la cosa pasó de este o del otro modo. Lo que sí haré, puesto que según noticias he indicado ya quién fue el primero que injurió a los Griegos, será llevar adelante mi historia, y discurrir del mismo modo por los sucesos de los Estados grandes y pequeños, visto que muchos, que antiguamente fueron grandes, han venido después a ser bien pequeños, y que, al contrario, fueron antes pequeños los que se han elevado en nuestros días a la mayor grandeza. Persuadido, pues, de la inestabilidad del poder humano, y de que las cosas de los hombres nunca permanecen constantes en el mismo ser, próspero ni adverso, hará, como digo, mención igu~mente de unos Estados y de otros, grandes y pequeños. 

VI. Creso, de nación lydio e hijo de Alyattes, fue señor o tirano de aquellas gentes que habitan de esta parte del Halys, que es un río, el cu~ corriendo de Mediodía a Norte y pasando por entre los, Sirios y Pafiagonios, va a desembocar en el ponto que llaman Euxino. Este Creso fue, a lo que yo alcanzo, el primero entre los bárbaros que conquistó algunos pueblos de los Griegos, haciéndolos sus tributarios, y el primero también que se ganó a otros de la misma nación y los tuvo por amigos. Conquistó a los Jonios, a los Eolios y a los Dorios, pueblos todos del Asia menor, y ganóse por amigos a los Lacedemonios. Antes de su reinado los Griegos eran todos unos pueblos libres o independientes, puesto que la invasión que los Cimmerios hicieron anteriormente en la Jonia fue tan solo una correría de puro pillaje, sin que se llegasen a apoderar de los puntos fortificados, ni a enseñorearse del país.

VII. El imperio que antes era de los Heraclidas, pasó a la familia de Creso, descendiente de los Mérmnadas, del modo que vaya decir. Candaules, hijo de Myrso, a quien por eso dan los Griegos el nombre de Myrsilo, fue el último soberano de la familia de los Heraclidas que reinó en Sardes, habiendo sido el primero Argon, hijo de Nino, nieto de Belo y biznieto de Alceo el hijo de Hércules.
Los que reinaban en el país antes de Argon, eran descendientes de Lydo, el hijo de Atys; y por esta causa todo aquel pueblo, que primero se llamaba Meon, vino después a llamarse Lydio. El que los Heraclidas descendientes de Hércules y de una esclava de Yardano se quedasen con el mando que hablan recibido en depósito de mano del último sucesor de los descendientes de Lydo, no fue sino en virtud y por orden de un oráculo. Los Heraclidas reinaron en aquel pueblo por espacio de quinientos cinco años, con la sucesión de veintidos generaciones, tiempo en que fue siempre pasando la corona de padres a hijos, hasta que por último se ciñeron con ella las sienes de Candaules. 

VIII. Este monarca perdió la corona y la vida por un capricho singular. Enamorado sobremanera de su esposa, y creyendo poseer la mujer más hermosa del mundo, tomó una resolución a la verdad bien impertinente. Tenía entre sus guardias un privado de toda su confianza llamado Gyges, hijo de Dáscylo, con quien solía comunicar los negocios más serios de Estado. Un día, muy de propósito se puso a encarecede y levantar hasta las estrellas la belleza extremada de su mujer, y no pasó mucho tiempo sin que el apasionado Candaules (como que estaba decretada por el cielo su fatal ruina) hablase otra vez a Gyges en estos términosl8: -«Veo, amigo, que por más que te lo pondero, no quedas bien persuadido de cuán hermosa es mi mujer, y conozco que entre los hombres se da menos crédito a los oídos que a los ojos. Pues bien, yo haré de modo que ella se presente a tu vista con todas sus gracias, tal corno Dios la hizo.» Al oír esto Gyges, exclama lleno de sorpresa: -«¿Qué discurso, señor, es este, tan poco cuerdo y tan desacertado? ¿me mandaréis por ventura que ponga los ojos en mi Soberana? No, señor; que la mujer que se despoja una vez de su vestido, se despoja con él de su recato y de su honor. Y bien sabéis que entre las leyes que introdujo el decoro público, y por las cuales nos debemos conducir, hay una que prescribe que, contento cada uno con lo suyo, no ponga los ojos en lo ajeno. Creo fijamente que la Reina es tan perfecta como me la pintáis, la más hermosa del mundo; y yo os pido encarecidamente que no exijáis de mí una cosa tan fuera de razón.» 

XI. Con tales expresiones se resistía Gyges, horrorizado de las consecuencias que el asunto pudiera tener; pero Candaules replicóle así: -«Anímate, amigo, y de nadie tengas recelo. No imagines que yo trate de hacer prueba de tu fidelidad y buena correspondencia, ni tampoco temas que mi mujer pueda causarte daño alguno, porque yo lo dispondré todo de manera que ni aun sospeche haber sido vista por ti. Yo mismo te llevaré al cuarto en que dormimos, te ocultaré detrás de la puerta, que estará abierta. No tardará mi mujer en venir a desnudarse, y en una gran silla, que hay inmediata a la puerta, irá poniendo uno por uno sus vestidos, dándote entre tanto lugar para que la mires muy despacio y a toda tu satisfacción. Luego que ella desde su asiento volviéndote las espaldas se venga conmigo a la cama, podrás tú escaparte silenciosamente y sin que te vea salir.»
X. Viendo, pues, Gyges que ya no podía huir del precepto, se mostró pronto a obedecer. Cuando Candaules juzga que ya es hora de irse a dormir, lleva consigo a Gyges a su mismo cuarto, y bien presto comparece la Reina. Gyges, al tiempo que ella entra y cuando va dejando después despacio sus vestidos, la contempla y la admira, hasta que vueltas las espaldas se dirige hacia la cama. Entonces se sale fuera, pero no tan a escondidas que ella no le eche de ver. Instruida de lo ejecutado por su marido, reprime la voz sin mostrarse avergonzada, y hace como que no repara en ellol9; pero se resuelve desde el momento mismo a vengarse de Candaules, porque no solamente entre los Lydios, sino entre casi todos los bárbaros, se tiene por grande infamia el que un hombre se deje ver desnudo, cuanto más una mujer. 

XI. Entretanto, pues, sin darse por entendida, estúvose toda la noche quieta y sosegada; pero al amanecer del otro día, previniendo a ciertos criados, que sabía eran los más leales y adictos a su persona, hizo llamar a Gyges, el cual vino inmediatamente sin la menor sospecha de que la Reina hubiese descubierto nada de cuanto la noche antes había pasado, porque bien a menudo solía presentarse siendo llamado de orden suya. Luego que llegó, le habló de esta manera: -«No hay remedio, Gyges; es preciso que escojas, en los dos partidos que vaya proponerte, el que más quieras seguir. Una de dos: o me has de recibir por tu mujer, y apoderarte del imperio de los Lydios, dando muerte a Candaules, o será preciso que aquí mismo mueras al momento, no sea que en lo sucesivo le obedezcas ciegamente y vuelvas a contemplar lo que no te es lícito ver. No hay más alternativa que esta; es forzoso que muera quien tal ordenó, o aquel que, violando la majestad y el decoro, puso en mí los ojos estando desnuda.»
Atónito Gyges, estuvo largo rato sin responder, y luego la suplicó del modo más enérgico no quisiese obligarle por la fuerza a escoger ninguno de los dos extremos. Pero viendo que era imposible disuadida, y que se hallaba realmente en el terrible trance o de dar la muerte por su mano a su señor, o de recibirla él mismo de mano servil, quiso más matar que morir, y la preguntó de nuevo: -«Decidme, señora, ya que me obligáis contra toda mi voluntad a dar la muerte a vuestro esposo, ¿cómo podremos acometerle? -¿Cómo? le responde ella, en el mismo sitio que me prostituyó desnuda a tus ojos; allí quiero que le sorprendas dormido.» 

XII. Concertados así los dos y venida que fue la noche, Gyges, a quien durante el día no se le perdió nunca de vista, ni se le dio lugar para salir de aquel apuro, obligado sin remedio a matar a Candaules o morir, sigue tras de la Reina, que le conduce a su aposento, le pone la daga en la mano, y le oculta detrás de la misma puerta. Saliendo de allí Gyges, acomete y mata a Candaules dormido; con lo cual se apodera de su mujer y del reino juntamente: suceso de que Archilocho Paria, poeta contemporáneo, hizo mención en sus Jambos trímetroio.
XIII. Apoderado así Gyges del reino, fue confirmado en su posesión por el oráculo de Delfos. Porque como los lydios, haciendo grandísimo duelo del suceso trágico de Candaules, tomasen las armas para su venganza, juntáronse con ellos en un congreso los partidarios de Gyges, y quedó convenido que si el oráculo declaraba que Gyges fuese rey de los Lidias, reinase en hora buena, pera si no, que se restituyese el mando a los Heraclidas. El oráculo otorgó a Gyges el reino, en el cual se consolidó pacíficamente, si bien no dejó la Pythia21 de añadir, que se reservaba a los Heraclidas su satisfacción y venganza, la cual alcanzaría al quinto descendiente de Gyges; vaticinio de que ni los Lydios ni los mismos reyes después hicieron caso alguno, hasta que con el tiempo se viera realizado. 

XIV. De esta manera, vuelvo a decir, tuvieron los Mermnadas el cetro que quitaron a los Heraclidas. El nuevo soberano se mostró generoso en los regalos que envió a Delfos; pues fueron muchísimas ofrendas de plata, que consagró en aquel templo con otras de oro, entre las cuales merecen particular atención y memoria seis pilas o tazas grandes de oro macizo del peso de treinta talentos22, que se conservan todavía en el tesoro de los Corintios; bien que, hablando con rigor, no es este tesoro de la comunidad de los Corintios, sino de Cipselo el hijo de Eetion.
De todos los bárbaros, al lo menos que yo sepa, fue Gyges el primero que después de Mydas, rey de la Frigia e hijo de Gordias, dedicó sus ofrendas en el templo de Delfos, habiendo Mydas ofrecido antes allí mismo su trono real (pieza verdaderamente bella y digna de ser vista), donde sentado juzgaba en público las causas de sus vasallos, el cual se muestra todavía en el mismo lugar en que las grandes tazas de Gyges. Todo este oro y plata que ofreció el rey de Lydia es conocido bajo el nombre de las ofrendas gygadas, aludiendo al de quien las regaló. Apoderado del mando este monarca, hizo una expedición contra Mileto, otra contra Smyrna, y otra contra Colofon, cuya última plaza tomó a viva fuerza. Pero ya que en el largo espacio de treinta y ocho años que duró su reinado ninguna otra hazaña hizo de valor, contentos nosotros con lo que llevamos referido, lo dejaremos aquí. 

XV. Su hijo y sucesor Ardys rindió con las armas a Prinea, y pasó con sus tropas contra Mileto. Durante su reinado, los Cimmerios23, viéndose arrojar de sus casas y asientos por los Escitas nómades, pasaron al Asia menor, y rindieron con las armas a la ciudad de Sardes, si bien no llegaron a tomar la ciudadela.
XVI. Después de haber reinado Ardys cuarenta y nueve años, tomó el mando su hijo Sadyattes, que lo disfrutó doce, y lo dejó a Alyattes. Este hizo la guerra a Cyaxares, uno de los descendientes de Dejoces, y al mismo tiempo a los Medos: echó del Asia menor a los Cimmerios, tomó a Smyrna, colonia que era de Colofon, y llevó sus armas contra la ciudad de Clazómenas; expedición de que no salió como quisiera, pues tuvo que retirarse con mucha pérdida y descalabro. 

XVII. Sin embargo, nos dejó en su reinado otras hazañas bien dignas de memoria; porque llevando adelante la guerra que su padre emprendiera contra los de Mileto, tuvo sitiada la ciudad de un modo nuevo particular. Esperaba que estuviesen ya adelantados los frutos en los campos, y entonces hacía marchar su ejército al son de trompetas y flautas que tocaban hombres y mujeres. Llegando al territorio de Mileto, no derribaba los caseríos, ni los quemaba, ni tampoco mandaba quitar las puertas y ventanas. Sus hostilidades únicamente consistían en talar los árboles y las mieses, hecho lo cual se retiraba, porque veía claramente que siendo los Milesios dueños del mar, sería tiempo perdido el que emplease en bloquear los por tierra con sus tropas. Su objeto en perdonar a los caseríos no era otro sino hacer que los Milesios, conservando en ellos donde guarecerse, no dejasen de cultivar los campos, y con esto pudiese él talar nuevamente sus frutos.
XVIII. Once años habían durado las hostilidades contra Mileto; seis en tiempo de Sadyattes, motor de la guerra, y cinco en el reinado de Alyattes, que llevó adelante la empresa con mucho tesón y empeño. Dos veces fueron derrotados los Milesios, una en la batalla de Limenio, lugar de su distrito, y otra en las llanuras del Meandro. Durante la guerra no recibieron auxilios de ninguna otra de las ciudades de la Jonia, sino de los de Chio, que fueron los únicos que, agradecidos al socorro que habían recibido antes de los Milesios en la guerra que tuvieron contra los Erythréos, salieron ahora en su ayuda y defensa. 

XIX. Venido el año duodécimo y ardiendo las mieses encendidas por el enemigo, se levantó de repente un recio viento que llevó la llama al templo de Minerva Assesia, el cual quedó en breve reducido a cenizas. Nadie hizo caso por de pronto de este suceso; pero vueltas las tropas a Sardes, cayó enfermo Alyattes, y retardándose mucho su curación, resolvió despachar sus diputados a Delfos, para consultar al oráculo sobre su enfermedad, ora fuese que aluno se lo aconsejase, ora que él mismo creyese conveniente consultar al Dios acerca de su mal. Llegados los embajadores a Delfos, les intimó la Pythia que no tenían que esperar respuesta del oráculo, si primero no reedificaban el templo de Minerva, que dejaron abrasar en Asseso, comarca de Mileto. 

xx. Yo sé que pasó de este modo la cosa, por haberla oído de boca de los Delfios. Añaden los de Mileto, que Periandro, hijo de Cypselo, huésped y amigo íntimo de Thrasybulo, que a la sazón era señor de Mileto, tuvo noticia de la, respuesta que acababa de dar la sacerdotisa de Apolo, y por medio de un enviado dio parte de ella a Thrasybulo, para que informado, y valiéndose de la ocasión, viese de tomar algún expediente oportuno.
XXI. Luego que Alyattes tuvo noticia de lo acaecido en Delfos, despachó un rey de armas a Mileto, convidando a Thrasybulo y a los Milesios con un armisticio por todo el tiempo que él emplease en levantar el templo abrasado. Entretanto, Thrasybulo, prevenido ya de antemano y asegurado de la resolución que quería tomar Alyattes, mandó que recogido cuanto trigo había en la ciudad, así el público como el de los particulares, se llevase todo al mercado, y al mismo tiempo ordenó por un bando a los Milesios, que cuando él les diese la señal, al punto todos ellos, vestidos de gala, celebrasen sus festines y convites con mucho regocijo y algazara. 

XXII. Todo esto lo hacía Thrasybulo con la mira de que el mensajero Lydio, viendo por tina parte los montones de trigo, y por otra la alegría del pueblo en sus fiestas y banquetes, diese cuenta de todo a Alyattes cuando volviese a Sardes después de cumplida su comisión. Así sucedió efectivamente; y Alyattes, que se imaginaba en Mileto la mayor y a los habitantes sumergidos en la última miseria, oyendo de boca de su mensajero todo lo contrario de lo que esperaba, tuvo por acertado concluir la paz con la sola condición de que fuesen las dos naciones amigas y aliadas. Alyattes, por un templo quemado, edificó dos en Asseso a la diosa Minerva, y convaleció de su enfermedad. Este fue el curso y el éxito de la guerra que Alyattes hizo a Thrasybulo y a los ciudadanos de Mileto. 

XXIII. A Periandro, de quien acabo de hacer mención, por haber dado a Thrasybulo el aviso acerca del oráculo, dicen los Corintios, yen lo mismo convienen los de Lesbos, que siendo señor de Corinto, le sucedió la más rara y maravillosa aventura: quiero decir la de Arion, natural de Methymna, cuando fue llevado a Ténaro sobre las espaldas de un delfín. Este Arion era uno de los más famosos músicos citaristas de su tiempo, y el primer poeta dityrámbico de que se tenga noticia; pues él fue quien inventó el dityramb024, y dándole este nombre lo enseñó en Corinto. 

XXIV. La cosa suele contarse así: Arion, habiendo vivido mucho tiempo en la corte al servicio de Periandro, quiso hacer un viaje a Italia y a Sicilia, como efectivamente lo ejecutó por mar; y después de haber juntado allí grandes riquezas, determinó volverse a Corinto. Debiendo embarcarse en Tarento, fletó un barco corintio, porque de nadie se fiaba tanto como de los hombres de aquella nación. Pero los marineros, estando en alta mar, formaron el designio de echarle al agua, con el fin de apoderarse de sus tesoros. Arion entiende la trama, y les pide que se contenten con su fortuna, la cual les cederá muy gustosa con tal de que no le quiten la vida. Los marineros, sordos a sus ruegos, solamente le dieron a escoger entre matarse con sus propias manos, y así lograría ser sepultado después en tierra, o arrojarse inmediatamente al mar. Viéndose Arion reducido a tan estrecho apuro, pidióles por favor le permitieran ataviarse con sus mejores vestidos, y entonar antes de morir una canción sobre la cubierta de la nave, dándoles palabra de matarse por su misma mano luego de haberla concluido. Convinieron en ello los Corintios, deseosos de disfrutar un buen rato oyendo cantar al músico más afamado de su tiempo; y con este fin dejaron todos la popa y se vinieron a oirle en medio del barco. Entonces el astuto Arion, adornado maravillosamente y puesto el pie sobre la cubierta con la cítara en la mano, cantó una composición melodiosa, llamada el Nomo orthio, y habiéndola concluido, se arrojó de repente al mar. Los marineros, dueños de sus despojos continuaron su navegación a Corinto, mientras un delfín (según nos cuentan) tomó sobre sus espaldas al célebre cantor y lo condujo salvo a Ténaro. Apenas puso Arion en tierra los pies, se fue en derechura a Corinto vestido con el mismo traje, y refirió lo que acababa de suceder.
Periandro, que no daba entero crédito al cuento de Arion, aseguró su persona y le tuvo custodiado hasta la llegada de los marineros. Luego que ésta se verificó, los hizo comparecer delante de sí, y les preguntó si sabrían darle alguna noticia de Arion. Ellos respondieron que se hallaba perfectamente en Italia, y que lo habían dejado sano y bueno en Tarento. Al decir esto, de repente comparece a su vista Arion, con los mismos adornos con que se había precipitado en el mar; de lo que, aturdidos ellos, no acertaron a negar el hecho y quedó demostrada su maldad. Esto es lo que refieren los Corintios y Lesbios; y en Ténaro se ve una estatua de bronce, no muy grande, en la cual es representado Arion bajo la figura de un hombre montado en un delfín. 

XXV. Volviendo a la historia, dirá que Alyattes dio fin con su muerte a un reinado de cincuenta y siete años, y que fue el segundo de su familia que contribuyó a enriquecer el templo de Delfos; pues en acción de gracias por haber salido de su enfermedad, consagró un gran vaso de plata con su basera de hierro colado, obra de Glauco, natural de Chio (el primero que inventó la soldadura de hierro), y la ofrenda más vistosa de cuantas hay en Delfos. 

XXVI. Por muerte de Alyatte; entró a reinar su hijo Creso a la edad de treinta y un años, y tornando las armas, acometió a los de Efeso, y sucesivamente a los demás Griegos. Entonces fue criando los Efesios, viéndose por él sitiados, consagraron su ciudad a Diana, atando desde su templo una soga que llegase hasta la muralla, siendo la distancia no menos que de siete estadios25, pues a la sazón la ciudad vieja, que fue la sitiada, distaba tanto del templo. El monarca lydio hizo después la guerra por su turno a los Jonios ya los Eolios, valiéndose de diferentes pretextos, algunos bien frívolos, y aprovechando todas las ocasiones de engrandecerse. 

XXVII. Conquistados ya los Griegos del continente del Asia y obligados a pagarle tributo, formó de nuevo el proyecto de construir una escuadra y atacar a los isleños, sus vecinos. Tenía ya todos los materiales a punto para dar principio a la construcción, cuando llegó a Sardes Biante el de Priena, según dicen algunos, o según dicen otros, Pitaco el de Mitylene. Preguntado por Creso si en la Grecia había algo de nuevo, respondió que los isleños reclutaban hasta diez mil caballos, resueltos a emprender una expedición contra Sardes. Creyendo Creso que se le decía la verdad sin disfraz alguno: -«¡Ojalá, exclamó, que los dioses inspirasen a los isleños el pensamiento de hacer una correría contra mis Lidyos, superiores por su genio y destreza a cuantos manejan caballos! -Bien se echa de ver, señor, replicó el sabio, el vivo deseo que os anima de pelear a caballo contra los isleños en tierra firme, y en eso tenéis mucha razón. Pues ¿qué otra cosa pensáis vos que desean los isleños, oyendo que vais a construir esas naves, sino poder atrapar a los Lydios en alta mar, y vengar así los agravios que estáis haciendo a los Griegos del continente, tratándolos cuino vasallos y aun como esclavos?» Dicen que el apólogo de aquel sabio pareció a Creso muy ingenioso y cayéndole mucho en gracia la ficción, tomó el consejo de suspender la fábrica de sus naves y de concluir con los Jonios de las islas un tratado de amistad. 

XXVIII. Todas las naciones que moran más acá del río Halys, fueron conquistadas por Creso y sometidas a su gobierno, a excepción de los Cílices y de los Licios. Su imperio se componía por consiguiente de los de los Lydios, Frygios, Mysios, Mariandinos, Chalybes, Paflagonios, Tracios, Thynos y Bithynios; como también de los Carios, Jonios, Eolios y Panfilios. 

XXIX. Como la corte de Sardes se hallase después de tintas conquistas en la mayor opulencia y esplendor, todos los varones sabios que a la sazón vivían en Grecia emprendían sus viajes para visitarla en el tiempo que más convenía a cada uno. Entre todos ellos, el más célebre fue el ateniense Salan; el cual, después de haber compuesto un código de leyes por orden de sus ciudadanos, so color de navegar y recorrer diversos países, se ausentó de su patria por diez años; pero en realidad fue por no tener que abrogar ninguna ley de las que dejaba establecidas, puesto que los Atenienses, obligados con los más solemnes juramentos a la observancia de todas las que les había dado Solon, no se consideraban en estado de poder revocar ninguna por sí mismos. 

XXX. Estos motivos y el deseo de contemplar y ver mundo, hicieron que Salan se partiese de su patria y fuese a visitar al rey Amasis en Egipto, y al rey Creso en Sardes. Este último le hospedó en su palacio, y al tercer o cuarto día de su llegada dio orden a los cortesanos para que mostrasen al nuevo huésped todas las riquezas y preciosidades que se encontraban en su tesoro. Luego que todas las hubo visto yobservado prolijamente por el tiempo que quiso, le dirigió Creso este discurso: -«Ateniense, a quien de veras aprecio, y cuyo nombre ilustre tengo bien conocido por la fama de la sabiduría y ciencia política, y por lo mucho que has visto y observado con la mayor diligencia, respóndeme, caro Solon, a la pregunta que vaya dirigirte. Entre tantos hombres, ¿has visto alguno hasta de ahora completamente dichoso?» Creso hacía esta pregunta porque se creía el más afortunado del mundo. Pero SoIon, enemigo de la lisonja, y que solamente conocía el lenguaje de la verdad, le respondió: -«Sí, señor, he visto a un hombre feliz en Tello el ateniense.» Admirado el Rey, insta de nuevo. -«¿Y por qué motivo juzgas a Tello el más venturoso de todos? -Por dos razones, señor, le responde Solon; la una, porque floreciendo su patria, vio prosperar a sus hijos, todos hombres de bien, y crecer a sus nietos en medio de la más risueña perspectiva; y la otra, porque gozando en el mundo de una dicha envidiable, le cupo la muerte más gloriosa, cuando en la batalla de Eleusina, que dieron los Atenienses contra los fronterizos, ayudando a los suyos y poniendo en fuga a los enemigos, murió en el lecho del honor con las armas victoriosas en la mano, mereciendo que la patria le distinguiese con una sepultura pública en el mismo sitio en que había muerto.» 

XXXI. Excitada la curiosidad de Creso por este discurso de Salan, le preguntó nuevamente a quién consideraba después de Tello el segundo entre los felices, no dudando que al menos este lugar le sería adjudicado. Pero Salan le respondió: -«A dos Argivos, llamados Cleo bis y Biton. Ambos gozaban en su patria una decente medianía, y eran además hombres robustos y valientes, que habían obtenido coronas en los juegos y fiestas públicas de los atletas. También se refiere de ellos, que como en una fiesta que los Argivos hacían a Juno fuese ceremonia legítima el que su madre26 hubiese de ser llevada al templo en un carro tirado de bueyes, y éstos no hubiesen llegado del campo a la hora precisa, los dos mancebos, no pudiendo esperar más, pusieron bajo del yugo sus mismos cuellos, y arrastraron el carro en que su madre venía sentada, por el espacio de cuarenta y cinco estadios, hasta que llegaron al templo con ella. 

»Habiendo dado al pueblo que a la fiesta concurría este tierno espectáculo, les sobrevino el término de su carrera del modo más apetecible y más digno de envidia; queriendo mostrar en ellos el cielo que a los hombres a veces les conviene más morir que vivir. Porque como los ciudadanos de Argos, rodeando a los dos jóvenes celebrasen encarecidamente su resolución, y las ciudadanas llamasen dichosa la madre que les había dado el ser, ella muy complacida por aquel ejemplo de piedad filial, y muy ufana con los aplausos, pidió a la diosa Juno delante de su estatua que se dignase conceder a sus hijos Cleobis y Biton, en premio de haberla honrado tanto, la mayor gracia que ningún mortal hubiese jamás recibido. Hecha esta súplica, asistieron los dos al sacrificio y al espléndido banquete, y después se fueron a dormir en el mismo lugar sagrado, donde les cogió un sueño tan profundo que nunca más despertaron de él. Los Argivos honraron su memoria y dedicaron sus retratos en Delfos considerándolos como a unos varones esclarecidos.» 

XXXII. A estos daba Salan el segundo lugar entre los felices; oyendo lo cual Creso, exclamó conmovido: -«¿Conque apreciáis en tan poco, amigo Ateniense, la prosperidad que disfruto, que ni siquiera me contáis por feliz alIado de esos hombres vulgares? -¿Ya mí, replicó Salan, me hacéis esa pregunta, a mí, que sé muy bien cuán envidiosa es la fortuna, y cuán amiga es de trastornar los hombres? Al cabo de largo tiempo puede suceder fácilmente que uno vea lo que no quisiera, y sufra lo que no temía.
»Supongamos setenta años el término de la vida humana. La suma de sus días será de veinticinco mil y doscientos, sin entrar en ella ningún mes intercalar. Pero si uno quiere añadir un mes27 cada dos años, con la mira de que las estaciones vengan a su debido tiempo, resultarán treinta y cinco meses intercalares, y por ellos mil y cincuenta días más. Pues en todos estos días de que constan los setenta años, y que ascienden al número de veintiseis mil doscientos y cincuenta, no se hallará uno solo que por la identidad de sucesos sea enteramente parecido a otro. La vida del hombre ¡oh Creso! es una serie de calamidades. En el día sois un monarca poderoso y rico, a quien obedecen muchos pueblos; pero no me atrevo a daros aún ese nombre que ambicionáis, hasta que no sepa cómo habéis terminado el curso de vuestra vida. Un hombre por ser muy rico no es más feliz que otro que sólo cuenta con la subsistencia diaria, si la fortuna no le concede disfrutar hasta el fin de su primera dicha. ¿Y cuántos infelices vemos entre los hombres opulentos, al paso que muchos con un moderado patrimonio gozan de la felicidad?
»El que siendo muy rico es infeliz, en dos cosas aventaja solamente al que es feliz, pero no rico. Puede, en primer lugar, satisfacer todos sus antojos; y en segundo, tiene recursos para hacer frente a los contratiempos. Pero el otro le aventaja en muchas cosas; pues además de que su fortuna le preserva de aquellos males, disfruta de buena salud, no sabe qué son trabajos, tiene hijos honrados en quienes se goza, y se halla dotado de una hermosa presencia. Si a esto se añade que termine bien su carrera, ved aquí el hombre feliz que buscáis; pero antes que uno llegue al fin, conviene suspender el juicio y no llamarle feliz. Désele, entretanto, si se quiere, el nombre de afortunado.
»Pero es imposible que ningún mortal reúna todos estos bienes; porque así como ningún país produce cuanto necesita, abundando de unas cosas y careciendo de otras, y teniéndose por mejor aquel que da más de su cosecha, del mismo modo no hay hombre alguno que de todo lo bueno se halla provisto; y cualquiera que constantemente hubiese reunido mayor parte de aquellos bienes, si después lograre una muerte plácida y agradable, éste, señor, es para mí quien merece con justicia el nombre de dichoso. En suma, es menester contar siempre con el fin; pues hemos visto frecuentemente desmoronarse la fortuna da los hombres a quienes Dios había ensalzado más.» 

XXXIII. Este discurso, sin mezcla de adulación ni de cortesanos miramientos, desagradó a Creso, el cual despidió a Solon, teniéndolo por un ignorante que, sin hacer caso de los bienes presentes, fijaba la felicidad en el término de las cosas. 

XXXIV. Después de la partida de Salan, la venganza del cielo se dejó sentir sobre Creso, en castigo, a lo que parece, de su orgullo por haberse creído el más dichoso de los mortales. Durmiendo una noche le asaltó un sueño en que se lo presentaron las desgracias que amenazaban a su hijo. De dos que tenía, el uno era sordo y lisiado; y el otro, llamado Atys, el más sobresaliente de los jóvenes de su edad. Este perecería traspasado con una punta de hierro si el sueño se verificaba. Cuando Creso despertó se puso lleno de horror a meditar sobre él, y desde luego hizo casar a su hijo y no volvió a encargarle el mando de sus tropas, a pesar de que antes era el que solía conducir los Lydios al combate; ordenando además que los dardos, lanzas y cuantas armas sirven para la guerra, se retirasen de las habitaciones destinadas a los hombres, y se llevasen a los cuartos de las mujeres, no fuese que permaneciendo allí colgadas pudiese alguna caer sobre su hijo. 

XXXV. Mientras Creso disponía las bodas, llegó a Sardes un Frigio de sangre real, que había tenido la desgracia de ensangrentar sus manos con un homicidio involuntario. Puesto en la presencia del Rey, le pidió se dignase purificarle de aquella mancha, lo que ejecutó Creso según los ritos del país, que en esta clase de expansiones son muy parecidos a los de la Grecia. Concluida la ceremonia, y deseoso de sabor quién era y de donde venía, le habló así: -«¿Quién eres, desgraciado? ¿de qué parte de Frigia28 vienes? ¿y a qué hombre o mujer has quitado la vida? -Soy, respondió al extranjero, hijo de Midas, y nieto de Gordió: me llamo Adrasto; maté sin querer a un hermano mío, y arrojado de la casi paterna, falto de todo auxilio, vengo a refugiarme a la vuestra. -Bien venido seas, le dijo Creso, pues eres de una familia amiga, y aquí nada te faltará. Sufre la calamidad con buen ánimo, y te será más llevadera.» Adrasto se quedó hospedado en el palacio de Creso. 

XXXVI. Por el mismo tiempo un jabalí enorme del monte Olimpo devastaba los campos de los Mysios; los cuales, tratando de perseguido en vez de causarle daño, lo recibían de él nuevamente. Por último, enviaron sus diputados a Creso, rogándolo que los diese al príncipe su hijo con algunos mozos escogidos y perros de caza para matar aquella fiera. Creso, renovando la memoria del sueño, les respondió: -«Con mi hijo no contéis, porque es novio y no quiero distraede de los cuidados que ahora lo ocupan; os daré, sí, todos mis cazadores con sus perros, encargándoles hagan con vosotros los mayores esfuerzos para ahuyentar de vuestro país el formidable jabalí.» 

XXXVII. Poco satisfechos quedaran los Mysios con esta respuesta, cuándo llegó el hijo de Creso, e informado de todo, habló a su padre en estos términos: -«En otro tiempo, padre mío, la guerra y la caza me presentaban honrosas y brillantes ocasiones donde acreditar mi valor; pero ahora me tenéis separado de ambas ejercicios, sin haber dado yo muestras de flojedad ni de cobardía. ¿Con qué cara me dejaré ver en la corte de aquí en adelante al ir y volver del foro y de las concurrencias públicas? ¿En qué concepto me tendrán los ciudadanos? ¿Qué pensará de mí la esposa con quien acabo de unir mi destino? Permitidme pues, que asista a la caza proyectada, o decidme por qué razón no me conviene ir a ella.»


2 Herodoto dividió su historia en nueve libros en memoria de las nueve musas, y a cada uno impuso el nombre de una de ellas.
3 Algunos creen que este proemio es de mano de Plesirroo, amigo y heredero de Herodoto; pero otros lo atribuyen al autor mismo bajo la fe de Luciano y de Dion Crisóstomo, yen efecto así aparece de la identidad del estilo.
4 Sabido es que los griegos llamaban bárbaros a todos los que no eran de su nación.
5 El mar Rojo. He querido conservar en la geografía los nombres antiguos, así porque los modernos no siempre las corresponden exactamente, como por conformarme todo lo posible a las formas originales del autor.
6 Argos fue la primera capital que tuvo en Grecia reyes propios, si son fabulosos, como parece, los de Sycion.
7 Los latinos le dieron el nombre de Grecia.
8 Algunos suponen que lo fue hija de Jaso, por más que la mitología siempre la haga hija de Inacho. Siendo hija de aquél, debió de ser robada por los años del mundo 1558; pero siéndolo de éste, su rapto fue muy anterior.
9 Otros leen los Fenicios, de quienes dice Herodoto, en el párrafo V de este libro, que niegan la violencia en el rapto de lo; lección sin duda legítima.
10 Eusebio fija este rapto de Europa en el año del mundo 2730.
11 Se le dio el nombre de Argos. El por qué se refiere de varias maneras: quizá por su nueva forma, siendo larga.
12 El rapto de Medea corresponde al año del mundo 2771, según Saliano, a quien sigo en esta cronología.
13 Así suele contar los años el autor, incluyendo tres edades o generaciones en cada siglo.
14 Esta época la pone Saliano en el año del mundo 2855. 15 La toma de Troya sucedió el año del mundo 2871
16 Tirano entre los Griegos es bien a menudo lo mismo que Señor Soberano, a veces no con la violencia, sino con prerrogativa y propiedad en el mando.
17 Los Cimmerios invadieron el Asia menor en el reinado de Ardys. Véase el pár. XV de este libro
18 Esta narración de Herodoto, por más amigo que parezca de cuentos y rodeos, no tiene traza de ser tan fabulosa como la que Platón nos dio del pastor Gyges en ellib, 2. o De república; mayormente concordando Archilocho Pario, poeta muy antiguo, con Herodoto en lo sustancial del suceso.
19 Sin incurrir en la nota de malicioso, ¿no pudiera sospechar uno que este silencio estudiado de la mujer nacía de la sobrada confianza que hacía de
Gyges, confianza que Platón llamó adulterio
20 Estas palabras en que se citan los versos de Archilocho, las tiene por supuestas Wesselingio, por no acostumbrar Herodoto a valerse de semejantes testimonios.
21 Nombre de la sacerdotisa de Delfos.
22 El talento común contenía sesenta minas, la mina cien dracmas, el dracma poco menos de una libra, la libra viene a corresponder con corta diferencia al denario romano, el denario a un julio y este a dos rs. Vil
23 Los Cimmerios invadieron a Sardes en 3301.
24 El dityrambo era una especie de verso en honor de Baca, en estilo suelto y licencioso.
25 Siete estadios son 4.200 pies; el estadio griego u olímpico contenía 600 pies; el itálica 625, porque el pie italiano era algo menor que el griego. Cada estadio constaba de 405 pasos.
26 El nombre de esta sacerdotisa de Juno era Kydippe, o como algún otro dice, Theano. Véase a Suidas en la palabra Croesus.
27 Este cálculo de Salan es un punto de discordia entre los más célebres Cronólogos, tanto acerca de la integridad del texto original como de los días de que constaba el año.